EL VALOR DE LA PALABRA
Mis colegas y amigas me piden una colaboración para su medio digital, accedo con gusto, porque más allá de ser amigas y colegas, es aprovechar el tiempo de demostrar la sororidad, esa que mucho se escucha en estos días.
Pero
sin caer en el lugar común de “porque somos mujeres, somos sororas”… no creo
que sea así. Somos mujeres profesionales, y somos sororas porque comprendemos
que si no nos ayudamos, ni sostenemos ni contenemos; seguiremos chocando la
cabeza con el techo que nos construyen hombres y algunas mujeres que creen que
está bien que el hombre sea quien decida.
Pero
no quiero entrar en los detalles de la construcción y deconstrucción de una
mirada que nos ponga en igualdad de oportunidades, aunque seguramente lo que me
invita a escribir hoy, seguro tiene relación. Porque el valor de la palabra, a
veces pareciera ser propiedad exclusiva del hombre “como su genitalidad lo
indica”.
Hoy, hombres y mujeres de todo el mundo, estamos dentro de la pandemia, y dentro de
ella estamos embarrados en un sinfín de situaciones que tienen que ver con las
emociones, con más o menos inteligencia.
Pero
no quiero hablar de la pandemia en sí, sino en cómo nos pone la cuarentena, el
aislamiento y los etcéteras que viene con el COVID-19. Miedos por aquí y por
allá, detractores, desafiantes, escépticos, creyentes, sumisos, héroes y
farsantes. Hay de todo, pero en todo lo que hay, la crisis de la palabra se
agranda con la crisis de la economía, la salud, la educación, el trabajo, la
globalización, la ciencia, la política.
¿A
quién creemos?
Soy de
las que le dan valor a la palabra, pero no porque es una educada herencia
recibida de mis ancestros en eso de la importancia de lo que dice alguien. Sino
porque viví en carne propia cuando “dijeron que dije”, cuando “dijeron que vos”,
cuando “alguien que es prima de uno que es amigo de una compañera que es tía de
una nieta del señor que barre en la vereda de donde vive el chofer de la señora
que tiene un estudio jurídico al lado de tu trabajo, ese que tenías hace cinco
años”.
Una
vez, de una amiga decían “cosas”, le pregunté sin vueltas si era verdad, me lo
negó y yo preferí creerle a ella. Y preferí creerle aunque me mienta, ¿por qué
habría de dudar yo de su palabra?, ¿por qué debería dar crédito a lo que me
dijo otra persona que ni siquiera era ella?
Es
como el refrán LO QUE JUAN DICE DE PEDRO, DICE MÁS DE JUAN QUE DE PEDRO
Entonces,
¿qué estamos haciendo dando crédito a verdades que no tienen asidero?, y esas
verdades a medias o mal intencionadas, aunque una verdad nunca debería ser a
medias ni mal intencionada, ¿por qué se desparraman más rápido que una mancha
de lavandina?
Volviendo
al principio de esto que escribo, que es la palabra y la pandemia, desde marzo
que organismos oficiales con demasiadas cartas de presentación y crédito, deben
salir a desmentir la falsedad de “verdades” con luminarias de circo. Es más
fácil creer el audio que se viraliza en los grupos de papis, del club o del
barrio porque lo mandó el sobrino de un amigo que lo recibió de un grupo del
barrio en el que vive, que en lo que dicen los representantes de la ciencia que investiga, la medicina que
trabaja en recuperar la salud de quienes enferman, en la palabra de quien
gobierna, en fin, parece que es más fácil creer a quienes desde su casa
mientras desayunan facturas con dulce de leche se les ocurre escribir sobre una
vacuna hehca a base de desinfectante con perfume a rosas o a quien hizo
apuestas de ver si su audio se comparte
más que el que mandó el barrio de al lado.
En
fin, no es tan complicado creer verdades, lo complejo es decidir qué verdades
creer. Yo, como escribí antes, prefiero creer en mi amiga, prefiero creer en
quienes estudian para ser investigadores, o ser quienes nos vayan a curar o
quienes no duermen pensando en las decisiones a tomar para que su comunidad
viva mejor; y no en alguien que de aburrimiento o con pretensiones
individualistas, se le ocurre decir mentiras con pinta de verdades.
LIC. GABRIELA ORTIZ
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